Miquel Silvestre Colabora con Lugares y otras Curiosidades

Escritor de viajes, aventurero profesional, director de la serie de TVE Diario de un Nómada. CEO de Silver Rider Prodaktions.
Actualmente dirige la séptima temporada de la serie de La2 de TVE, Diario de un Nómada, el programa Moto Nómadas de Garage TV, y colabora los lunes en Las Mañanas de RNE, los viernes en Radio Marca y los domingos en RNE5.
Ha dado la vuelta al mundo en motocicleta, recorrido cien países, publicado ocho libros de aventuras, firmado cientos de reportajes en medios como El País, ABC, El Confidencial o Qué Leer.
Colabora con Lugares y otras Curiosidades hablándonos y contándonos su aventura en El reino del Preste Juan, Etiopía
Etiopía. El reino del Preste Juan
Os voy a contar un breve relato africano contenido en mi nuevo libro La vuelta al mundo en moto, ruta exploradores Olvidados, en la que voy siguiendo las huellas de un viajero español del pasado en cada continente. Estamos en África buscando la tumba de Pedro Páez, descubridor de las fuentes del Nilo azul. Y por fin he cruzado la frontera entre Sudán y Etiopía.


Estoy muy excitado. Etiopía es mi verdadero destino en África y la razón de haber vuelto a este continente que tanto amo y tanto odio. Siempre que me voy, prometo no regresar nunca más, pero pronto olvido mis promesas y me veo otra vez aquí. Esta vez he venido a buscar una tumba sin nombre, una tumba olvidada, la del madrileño Pedro Páez. Etiopía es un país extraño en África porque, para empezar, es un auténtico país, una nación cuya existencia se hunde en la noche de los tiempos, a diferencia del resto de los estados africanos, que han sido artificialmente creados en la época poscolonial con escuadra y cartabón. Etiopía tiene personalidad propia y ostenta con orgullo el hecho de no haber sido nunca colonizado. El paso de los italianos de Mussolini en busca de un imperio fue breve, apenas cinco años, y aunque le cambiaron el nombre por Abisinia, dejó muy poca impronta en el legendario reino del Preste Juan.
Uno de los más sugestivos mitos del Medievo fue la existencia en tierra de infieles del próspero reino africano de este mítico personaje. Durante siglos, la búsqueda de un legendario y rico territorio más allá del Sáhara donde regiría un príncipe cristiano, mitad gobernante, mitad sacerdote, fue un anhelo tan poderoso como luego lo sería el Dorado en América. Los primitivos exploradores europeos de los siglos XI al XVI persiguieron con ahínco un sueño que los sucesivos avances geográficos se encargaban de desvanecer. Hasta que el navegante portugués Bartolomé Díaz dobló el Cabo de las Tormentas en 1488 y abrió la ruta africana hacia las Indias Orientales que realizó por primera vez Vasco da Gama diez años después. Cuando los portugueses exploraron la costa este del continente negro se toparon con lo que tantos habían perseguido: el imperio del Negus, un rey cristiano que gobernaba una nación cristiana rodeada de musulmanes: Etiopía.
El cristianismo llegó en el siglo iv gracias a dos misioneros sirios. Fue durante el período histórico conocido como Reino de Aksum, de gran esplendor, cuyos orígenes se remontan al siglo II a. C. De esa época data el famoso obelisco de Aksum, capturado por las tropas italianas de Mussolini y trasplantado en Roma durante sesenta años hasta su devolución al país africano. Después de Armenia, Etiopía fue la segunda nación en la Historia en declararse oficialmente cristiana[FV1] . La fe ortodoxa vivió en calma hasta el siglo VII de nuestra era, en la que Etiopía quedó definitivamente aislada de la cristiandad por el ascenso de los árabes como poder hegemónico en toda la región. Sin embargo, el islam no supuso una verdadera amenaza militar para los emperadores etíopes, autoproclamados descendientes de Salomón y la reina de Saba, hasta el siglo XV, cuando el Imperio otomano, sucesor de los antiguos califas, puso sus ojos en las fértiles tierras altas y, con ayuda del líder musulmán etíope Ahmad ibn Ibrahim Al Ghazi, declaró una sangrienta yihad contra los cristianos. Cientos de iglesias fueron destruidas y miles de cristianos, martirizados.
El emperador etíope Susinios se las veía con un enemigo formidable: el islam. Amenazado por los cuatro puntos cardinales, vio en los portugueses un aliado esencial para resistir a los enemigos de la Cruz. Los soldados lusos les prestaron ayuda, pero a cambio de admitir en la corte imperial a los jesuitas de Goa y permitir que estos fueran fundando misiones católicas en una nación donde la población era ortodoxa. Es en este momento histórico de conflicto militar entre la cristiandad y el islam y la sutil diplomacia teñida de misión apostólica cuando aparece la extraordinaria figura de Pedro Páez. Fue enviado desde Goa hasta Etiopía junto a otro sacerdote. Viajaban disfrazados de mercaderes armenios cuando su barco fue abordado por piratas yemeníes. Hecho prisionero, fue obligado a recorrer a pie atado a la cola de un caballo el inmenso desierto de Yemen. Pasó esclavizado seis años antes de poder ser rescatado. Las terribles penurias por las que pasó no mermaron su ánimo y consiguió llegar a su destino. Aquí se hizo cargo de la misión y se esforzó por extender el catolicismo desde la cúspide hasta las bases, centró por eso sus esfuerzos en la corte imperial, donde pronto se ganó la confianza de Za Dengel y su sucesor Susinios, y fundó centros de educación para formar a los jóvenes en el saber y el conocimiento.

Salgo entusiasmado por estar en un nuevo país. Un país, además, con una historia tan apasionante como Etiopía. Ya en el siglo II a. C. fue suelo del reino de Axum, convertido en potencia regional y que hoy se recuerda por los altísimos obeliscos de piedra que erigió. En el siglo iv de nuestra era se produjo la llegada del cristianismo copto procedente de Egipto, que convertiría Etiopía en un poderoso reino cristiano, pero cada vez más rodeado por musulmanes según los árabes, que comenzaron la expansión religiosa y militar en el siglo V. Para el XVI comienzan los problemas con el islam y los musulmanes invaden gran parte del país. Los cristianos recuperarían las tierras conquistadas, pero a partir de ese momento el conflicto con el islam se hizo crónico con sucesivos tiras y aflojas. En el xix la cosa se complica con una nueva amenaza: el colonialismo. En 1889, el emperador Menelik II firma un tratado de amistad con Italia, que los alpinos interpretan como de protectorado. Ante las desavenencias, Italia invade Etiopía en 1895, pero las tropas europeas son derrotadas y obligadas a reconocer la independencia del país africano hasta 1935, cuando Mussolini vuelve a intentar la invasión militar y obliga a huir al emperador Haile Selassie. En 1941, los Aliados y la Resistencia etíope derrotan a los italianos y restituyen al emperador en su trono.
Luego pasarían muchas más cosas en el país, como una dictadura comunista o una guerra civil, pero no puedo seguir pensando ahora en eso porque mis sentidos se excitan con el nuevo paisaje.

Me reciben enormes montañas, altos árboles, verdor inusual, temperaturas agradablemente bajas, y vacas, muchas vacas, enormes rebaños de vacas. La gente saluda alegre y sonriente. Nadie tiene un gesto hostil, una mala cara. Los niños corren detrás de mí maullando «yuiyuiyui», que al parecer significa «extranjero»; es una deformación de you («tú» en inglés), pero más bien parece un maullido. En lo sucesivo los llamaré los niños gato. Me gusta mucho el comienzo del viaje en Etiopía. Por fin disfruto con la moto recorriendo la sierra Simen. Curvas, subidas y bajadas. Puedo acelerar, reducir marcha, frenar, tomar la curva, acelerar y sentir la velocidad y el aire fresco en la cara. El bosque luce en todo su esplendor, lleno de colores, flores y vida. Sin embargo, no es oro todo lo verde que reluce. Esto es bellísimo. He atravesado un parque nacional. No obstante, el resto del país no está tan protegido. Etiopía ha sufrido una atroz deforestación para alimentar su creciente población de más de 90 millones de habitantes. Población que sigue creciendo geométricamente. Estos frondosos bosques son a veces plantaciones trampa. Los árboles que más abundan son los terribles eucaliptos de reciente introducción. Crecen rápido, dan mucha madera, pero empobrecen el suelo y esquilman sus nutrientes.


Se va haciendo tarde, el sol comienza su declive y ya sé que hoy no voy a llegar a Gondar. Con tanto animal suelto, conducir de noche sería un suicidio. El GPS indica un hotel a 50 kilómetros. No tengo más información. No sé qué voy a encontrar, pero así es la aventura. Si efectivamente hay un establecimiento hotelero donde dormir, será un buen final para este día. Si no lo hay…, bueno, no pensemos en ello y sigamos haciendo kilómetros con la esperanza de que el GPS no se equivoque. Al cabo de una hora de conducción aparece el pueblo indicado. Se llama Aykel, está en una cima montañosa y no es más que una calle asfaltada con comercios y algunos almacenes. A ambos lados se desparraman barriadas sin asfaltar. En época de lluvias el barrizal debe de ser de órdago, pero ahora está seco y sin demasiado polvo. Hay una multitud en las calles, hombres altos y delgados, mujeres cubiertas con velos de colores y niños descalzos. Todos me miran como quien hubiera visto descender a los marcianos del cielo.
El hotel Beirut se articula en torno a un patio donde aparco la moto. Mi llegada causa sensación. Todos los empleados me hacen corro mientras retiro el equipaje de Atrevida. Me piden setenta birrs por el mejor cuarto; unos cinco dólares. Es un precio ajustado al agujero que encuentro al abrir la puerta: una cama, suelo roto, baño horrible, cisterna que no funciona, electricidad de generador que cortan a media noche; pero al menos hay restaurante con plato único: injera, la comida típica etíope, una especie de torta de pan ácimo, de tacto húmedo y esponjoso. Apenas tiene sabor y se rellena con lo que haya, que normalmente hay poco: vegetales asados o cocidos y, excepcionalmente, pollo. Caigo rendido en la cama y ya no siento las chinches ni las sábanas sucias. Estoy hecho a esto, a África. Duermo como un tronco hasta las cinco de la mañana. Al despertar, tomo café y me espabilo, voy pasando al disco duro las fotos que tomé ayer. Elijo las mejores para ajustar un poco el color, ponerles título e ir usándolas en Facebook y para los artículos que publico regularmente en la prensa española. No soy un buen fotógrafo, pero lo cierto es que África es tan espectacular que casi cada instantánea es buena. Me gusta más hacer fotos que filmar vídeos; además, creo que la imagen quieta puede contar más, o al menos sugerir más que una película. Pero también es cierto que llevo mucho más tiempo haciendo fotos que filmando vídeos, y como ocurre con cualquier técnica, por pura práctica he adquirido cierta pericia.




Muchas Gracias Miquel por colaborar con este interesante relato africano de tu libro en Lugares y otras Curiosidades