Jorge Álvarez Fernández colabora con Lugares y otras Curiosidades hablándonos y contándonos su experiencia en Barcelona

Licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005). Creador de los blogs El Viajero Incidental y Cita con Clío. Bloguer de viajes, turismo, ciencia e historia desde 2009 en Viajeros. Editor de La Brújula Verde.

Barcelona, la visita interminable

“Así la historia de Barcelona fluctúa entre lo griego, filosófico y artístico, y lo aragonés, agrario; entre lo marinero y lo payés. Si bajando las Ramblas, Atarazanas y barcos; pero si subiendo las Ramblas, las flores, los olores de la montaña cercana (…)
Por todas partes nos asaltan viejos recuerdos en las calles del barrio antiguo…”

Sirvan estas inspiradas líneas, que no son mías sino del periodista y académico de la Historia José María de Mena, como introducción a un recorrido por Barcelona, la segunda mayor concentración poblacional de España, “ciudad global por su importancia cultural, financiera, comercial y turística”, que la llama la Wikipedia”, que Cervantes definió más literariamente como “archivo de la cortesía” y que, de nuevo, Mena glosa de forma poética como aquélla “en la que se sumerge el alma hasta quedar uno enamorado”.

La he visitado unas cuantas veces y no renuncio a hacerlo alguna más, bien es cierto que eso es algo que suelo decir de todos los sitios y a veces la realidad se impone sobre la voluntad. La primera fue en la noche de los tiempos -de los míos, al menos-, cuando mi edad se podía contar con los dedos de las manos y puede que sobrase alguno. Los recuerdos no pasan de confusos fogonazos en los que se van sucediendo nombres propios -Montjuic, Tibidabo, Copito de Nieve- y sensaciones, algo etéreas hoy, que me dejaron el Parque de Atracciones o el Zoo. Son imágenes descoloridas ya, confundidas con viejas fotos setenteras, que remiten de hecho a otro siglo.

Volví muchas décadas más tarde, ya sin tutela paterna, midiendo un metro más y, esta vez sí, necesitando muchas manos para contar los años. Fue una visita rápida -siempre lo son, ay-, con el tiempo justo para contemplar algunas cosas básicas. Entre ellas figuraba, cómo no, el icono barcelonés por excelencia, que está recubierto de una pátina de ironía porque en realidad no existe stricto sensu, al estar a medio hacer. Es curioso que varias generaciones de barceloneses y turistas hayan rendido pleitesía a un montón de andamios y grúas, que en esencia es como podía describirse La Sagrada Familia, al menos hasta hace poco. De un tiempo acá se le ha dado un arreón y parece que empieza a tomar forma, que se vislumbra un final en el horizonte, aunque haya que mantener cierta actitud escéptica porque lo mismo pasa con los espejismos.

Barcelona

Eso sí, hay espejismos y espejismos, y éste es de los que merece la pena que uno pase sed; el ilusorio oasis no presenta una palmera junto a una charca sino un bosquecillo de columnas fantásticas a través de cuyo dosel arbóreo -pétreo, en este caso- se cuelan oblicuos rayos de luz mientras una miríada de criaturas graníticas parecen observar desde lo alto, recodo tras recodo, a esa marea humana que circula continua y diariamente por su hábitat, lanzando destellos de forma insistente y continua.

El otro lugar de referencia que llevaba apuntado era inevitable para un historiador con debilidad por la historia naval. Las Reales Atarazanas, antaño astilleros donde se construían los barcos que pusieron en los libros a la Corona de Aragón (y, a propósito de libros, favorecieron la promulgación del primer corpus de derecho naval, el Libro del Consulado del Mar), son hoy la sede del Museo Marítimo, que se alza en un puerto, presidido nada menos que por la estatua del almirante de la Mar Océana, don Cristóbal Colón.

Al encanto del gótico civil del edificio hay que sumar las colecciones, de modo que en sus largas naves abovedadas los costillares de las embarcaciones de antaño han sido sustituidos por maquetas de barcos de todo tipo, portulanos y cartografía diversa, mascarones de proa, cañones, anclas, ánforas, faros, pinturas, exvotos, dioramas y multitud de piezas más, con atención especial a dos réplicas a tamaño natural: a la entrada la del Ictíneo, el precursor submarino construido por Narciso Monturiol, y dentro la imponente mole de La Real, galera capitana de Don Juan de Austria en la batalla de Lepanto. Fuera, atracado en el muelle, el paquebote Santa Eulalia constituye un buen complemento a la visita.

Dada la incontinencia detallista que caracteriza mis visitas museísticas, esos dos lugares coparon prácticamente el tiempo disponible y apenas me quedó para hacer un tour turístico que me permitió tomar nota, para otra ocasión, de rincones fotogénicos en el laberinto callejero de la Ciudat Vella, y, luego, dar un paseo por la Rambla, haciendo eslálom entre los viandantes pero no pudiendo evitar ser arrollado por más de uno cada vez me detenía para fotografiar algún detalle curioso en el entorno, cosa obligada cada dos o tres pasos: un adorno de trencadís aquí, un rótulo comercial con forma de dragón allá, un mercado de hierro forjado acullá. El característico modernismo, en suma. ¿Sería Barcelona lo mismo sin él? Probablemente no.

Podría decir que mi tercera estancia en la ciudad, al año siguiente, tuvo ese estilo artístico como leiv motiv. Pasé por la Manzana de la discordia, ese tramo del Paseo de Gracia donde se dan metafóricos codazos las casas Lleó Morera, Mulleras, Bonet, Amatller y Batlló, remitiendo en un divertido juego de palabras al episodio mitológico que originó la Guerra de Troya, con la rivalidad de Afrodita, Atenea y Afrodita por ser la más bella, reflejada aquí en la de los respectivos arquitectos: Doménech i Montaner, Sagnier, Coquillat, Puig i Cadafalch, y Gaudí. Balcones, azoteas, chimeneas, mosaicos, bóvedas, terrazas, muebles, vidrieras… Paris premió a Afrodita a cambio de que ella le diera el amor de la humana más hermosa, Helena, y causó el desastre de su patria por la venganza de las perdedoras; yo, en cambio, no podría decidirme por una casa sobre las otras, pues todas tienen su encanto particular… y un precio de entrada que hubiera asustado a Aquiles, Héctor y a todos los dioses del Olimpo.

Para descansar de modernismo, nada mejor que un viaje a la Edad Media con el que imbuirse un poco del gótico barcelonés, que también existe y encima da nombre a todo un barrio. La catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia (otra vez la mártir Eulalia, no en vano considerada patrona de Barcelona) ha quedado un tanto relegada a la parte trasera del escenario, como una actriz secundaria cuya veteranía cede injustamente ante la popularidad de las starlettes jóvenes. Aunque también se le ha subido a los hombros la Basílica de Santa María del Mar, en este caso con la fuerza que le otorgó un reciente éxito literario. Los que vemos en el Medievo bastante más que los tópicos, celebramos que las cataratas de gente se desparramen fundamentalmente por la Barcelona modernista y nos dejen espacio para disfrutar de arcos ojivales, arbotantes, nervaduras crucerías y demás.

El problema es que los gustos eclécticos obligan a unirse a la masa y no se puede dejar la ciudad sin pasar por el Parque Güell. Tiene tantos rincones fantásticos, desde la escalinata con el dragón hasta la sala hipóstila, pasando por la plaza, los viaductos o la Casa-Museo de Gaudí, por citar algunos, que merece la pena renunciar a respirar oxígeno por un rato, moviéndose como si uno estuviera en medio de una manada de ñúes en plena Gran Migración hacia los cocodrilos del río Mara. La vía final de escape es el Parque de la Ciudadella, refugio de mamuts y diputados, de grifos rampantes y palomas, a través del cual se alcanza la playa de la Barceloneta, imperdible gracias a su gran referencia visual: el entramado metálico del gigantesco Pez Dorado construido por Frank Gehry.

Montjuïc, con sus ruinas arqueológicas, su cementerio judío, sus baterías costeras, su Museo Militar -que ya no está-, su fuente luminosa, su torre futurista, su Font del Gat -sin Marieta ni soldat- y sus jardines, dio para otra jornada, completada con L’Acuarium; siempre acabo en un acuario allá donde voy, lo que me hace preguntarme qué pensaría un psicoanalista. Aunque quizá el discípulo de Freud encontraría más curioso que un madridista acérrimo se dejara los cuartos en entrar al Nou Camp y su museo. Pero en tal caso habría que explicarle que no eran pocos los merengues que pude ver haciendo otro tanto, posando ante las Champions con una sonrisa pícara mientras mostraban a las cámaras de sus amigos el número de las conseguidas por el Barça, en sangrante comparación con las de su real equipo; a ellos también les sobraban dedos.

Real es precisamente la palabra clave para terminar. Literalmente, además, puesto que la última parada fue el Palacio de Pedralbes, por entonces destinado a sede museística múltiple ¿Se echan cosas en falta? Por supuesto. Barcelona es como una ola marina, inacabable, ininterrumpida, persistente; cuando uno cree que no puede despertarle más interés, aparecen insospechados rincones que invitan a retornar y luego más y más. Así que muy bien puedo despedir este artículo con el histórico verbo de MacArthur (o de Terminator): volveré.